Llegaba apurado del colegio, sudando, agitado por correr algunos tramos del corto camino hasta mi casa, entraba casi corriendo, dejando mi mochila y mi lonchera por medio camino, presuroso, ingresaba a mi cuarto y metía mis brazos debajo de mi cama.
Con una sonrisa de oreja a oreja, sacaba mi cometa para hacerla volar, no importa si hacía un intenso calor o frío, lo importante es que hubiera viento y en Talara era algo por lo que los niños, jóvenes y adultos siempre teníamos que agradecer, casi siempre hay viento, no es como el viento de Lima que apenas y con mucho esfuerzo levanta alguno que otro globo y tiene que estar con gas para que lo pueda hacer.
Salía con mi cometa corriendo, con el viento que hacía, no se necesitaba que nadie me ayude a hacerla volar, a veces me ayudaba mi hermano, pero en realidad, solo bastaba dejarla de pie y soltar el ovillo de pita lo más que se pudiera y empezar a correr, pero solo un poco porque el viento orgulloso hacia su trabajo.
Aunque algunos de “esos días” no eran perfectos, no había mucho viento, pero aun así, salía con mi cometa, cierta vez (me cuenta mi tío Ligio), yo estaba muy enojado porque mi cometa no volaba, —me cuenta mi tío— desde lejos comencé a lanzarle piedras, pobre mi cometa, que culpa tendría, pero de niño, me “destacaba” por renegón.
Mi mamá algunas veces guardaba mi cometa porque me olvidaba hasta de almorzar o cenar, me gusta hacerla volar y luego en el aire, el zumbido de mi “moscón” me acompañaba todo el rato, el mes de agosto es el que destaca por sus vientos, vientos tan fuertes que hacen bailar a los árboles, los hace agachar la cabeza como obligándolos a reconocer su imponencia.
Un día que hizo mucho viento, se me soltó el ovillo de pita (pabilo) y la cometa se me fue, pero la pita se enrolló en la copa de uno de los varios árboles que había en mi calle, era imposible bajarla, el viento que no dejaba de soplar hacía que volara, sola, así continuo hasta muy noche, al día siguiente, ya no estaba.
Lo bueno es que la gran mayoría eran días perfectos para salir corriendo de mi casa con mi cometa, los vecinos me veían siempre con este ritual, “ya salió el loco cometas” me decía uno en son de broma, o quizá si era en serio, no lo creo, los niños somos así con nuestros hobbies.
Además, no era el único, en Talara Alta, siempre se podían observar cometas volando, cuáles aves acompañando el firmamento, cometas de todos los colores, de todos los materiales y de todas las formas.
Aprendí a hacer cometas desde muy niño, mi tío Hito y mi tío Ligio, me enseñaron a hacer los famosos “moscones”, las cometas se hacían con caña seleccionada, la caña de Guayaquil era la de mejor calidad, era suave pero fuerte y además la distancia larga entre nudos la hacía perfecta para las cometas.
Luego aprendí a hacer cometas más elaboradas, “estrellas”, “barcos”, “pavas” y hasta faroles gracias a un amigo de la cuadra, una buena persona. Un día fui a verlo a su casa y lo encontré haciendo una cometa, había cortado 23 cañas de diferentes tamaños, “voy a hacer un farol” me dijo, armar esa cometa me pareció toda una odisea, pero se terminó y después forrada con papel seda, quedo excelente, en esa oportunidad aprendí a hacer faroles.
Nunca dejé de volar cometas, lastimosamente cada año veía tristemente que las casas iban tendiendo “segundos pisos”, se “sembraban” las calles de postes y se llenaban de cables, un entorno hostil para hacer volar cualquier cometa.
Hoy es casi imposible observar cometas surcando los cielos, ya no podemos “enviar cartas” a través de la pita, la modernidad casi acabó con uno de los espectáculos mas hermosos que se podían realizar sin tener que viajar horas a un campo, bastaba con salir corriendo de tu casa a la calle con tu cometa para llevarla a las nubes.
Hoy, aunque ya no vivo en Talara, sigo haciendo cometas, esta vez para mi hijo (de paso yo también disfruto de intentar hacerlas volar).