Siendo niño, para mí era sumamente fácil trepar hasta el techo de mi casa, normalmente lo hacía por el lado fuera de la cocina, era una esquina que tenía forma de escalera, aunque solo eran algunas maderas que sobresalían de la pared y que me servían como apoyo.
Casi siempre subía a mi techo, o bien era para solo mirar las estrellas y perderme en mis pensamientos, para mirar las luces amarillas y rojas de las compañías dedicadas a los servicios petroleros o para no perder de vista los aviones militares que salían casi todos los días de la base área “El Pato”.
Cómo ya lo conté en otra historia, en aquellos tiempos, la mayoría de las casas solo tenían un piso, nada de segundos pisos, menos de edificios, así que subirse al techo de una casa, era como subirse a una montaña, podías divisar casi todo a lo lejos.
No importaba lo que estuviese haciendo, apenas escuchaba el sonido de un avión militar despegando, me trepaba rápidamente hacia mi techo a observar esas hermosa aves de metal, salían uno tras de otro y rodeaban toda la ciudad de Talara, como cuidando una joya ante cualquier ladrón invasor.
Amaba —y aún lo hago— ver los aviones militares surcar los cielos, cariño y admiración que nació desde que tuve uso de razón, con el tiempo llegué a poder distinguir de que tipo de avión militar se trataba tan solo con escuchar el sonido de su motor, la base aérea de Talara cobijaba a los aviones de fabricación rusa, Sukhoi SU-22, pero también visitaban la base aviones Cessna A-37 Dragonfly de Piura y los poderosos aviones Mirage 2000 que llegaban de Lima o Arequipa, entre otras aeronaves.
De pequeño, las hojas cuadriculadas de examen me servían como lienzo de dibujo, en esas hojas me ponía a dibujar aviones de todos los modelos, los aviones de “casa” los SU-22, los dibujaba de memoria, tantas veces los observaba, que conocía sus detalles y eso era porque no solamente los veía de lejos, ciertos pilotos traviesos algunas veces volaban tan bajo, que hacían retumbar las casas con sus motores.
Estando ya en la secundaria, incluso desde antes, cuando alguien me lanzaba la famosa interrogante “¿Qué quieres ser de grande?”, inmediatamente y sin pensarlo ni por un momento, le respondía: “quiero ser piloto de la Fuerza Área”, para mí no existía ninguna otra profesión o carrera en la que yo me viera como profesional, para mí esas carreras “civiles” eran ajenas, extrañas.
Cuando terminé la secundaria, compré mi prospecto y cuadernillo para postular a la EOFAP, eso era el primer paso que daba para ingresar a ese mundo militar que anhelaba desde pequeño, cuando comencé a leer los requisitos, comencé a toparme con los primeros muros que me iban despertando del trance/sueño vivido de ser un oficial piloto de a Fuerza Aérea.
Fueron varios de los requisitos que no estaban a mi alcance, físicos, económicos, oportunidad, etc., varios de ellos los hubiera podido subsanar, si además de solo soñar despierto, hubiera investigado el detalle de un proceso de postulación a la escuela, ni nadar sabía, con eso resumo todo.
A pesar de todo eso, siempre guardaba la esperanza que de alguna u otra manera pudiera tener la oportunidad (aunque mi proactividad en esto era un poco floja) de llegar a postular, tuve esa esperanza hasta que cumplí 21 años, que es la edad máxima para postular.
Siempre llevaba conmigo una revista que compré en la oficina de la FAP -donde adquirí mi prospecto de admisión- llamada “Los aguiluchos” y decía para mis adentros: “Aguilucho sin nido, ese soy yo”.
A pesar de todo, guardo con mucho cariño, toda esa experiencia, las alegrías y tristezas, la fuerza que me dio sentirme parte de la FAP -sin serlo-, siendo niño me repetía algunas veces: “un militar debe ser fuerte, debe luchar”, “un militar debe tener valores y principios” y otras frases parecidas.
Hasta hoy, cada vez que escucho el motor de un avión militar, doy un salto a la ventana desde dónde esté para poder observar la imponente águila de metal con los colores del Perú y cada vez que la FAP organiza una exhibición aérea, ahí estoy en primera fila junto con mi familia y eso es, porque lo que es de vocación y con lo que se nace, no se pierde jamás.